miércoles, junio 23, 2010

José Saramago. Un amigo.

Me gusta practicar el ejercicio de la amistad. Me llena de euforia encontrarme con aquellos que me han dejado elegirlos como amigos. No encuentro nada más emocionante que sentarme a hablar con la gente a la que quiero.
Hay unos a los que veo con más frecuencia y hay otros a los que no tanto, pero siempre es motivo de gozo compartir mi tiempo con ellos. Se llenan tantos días con gente a la que no elegimos que me siento un privilegiado por encontrar a cuatro o cinco personas a las que no sólo me alegro de ver, sino que además (y me siento halagado por ello) también se complacen al juntarse conmigo. Y sin dar explicaciones. Todo un regalo.
Por otro lado, he establecido a lo largo de mi vida vínculos atípicos con otras personas con las que jamás me he cruzado, pero que me han proporcionado momentos de inmenso solaz. Superado por mis aficiones viciosas a la música y a la lectura, me arrogo la amistad de aquellos que llegan a mí a través del papel o del plástico, sin que ellos tengan el menor conocimiento de mi pasión por su trabajo y ni siquiera de mi existencia. Lo malo, como todo, es que también se mueren, y dejan un vacío imposible de rellenar.
José Saramago. Una voz auténtica, sin miedo y coherente. Un señor con unos principios tan sólidos que a veces, en su defensa particular, parecía un peón solitario frente a un ejército de reinas. Nunca escuché de su boca nada que no pareciese razonable o razonado. De tal manera, y para compensar la cantidad de tonterías que hay que escuchar y que leer en la imparable democratización de la imbecilidad, recomendaría que durante las vacaciones alguien lea a este gran hombre. Se podrá discrepar, pero nunca se encontrará la forma de callar una voz que sigue los dictados de una moral entera. Sólo la muerte se atreve con eso. Descanse tranquilo, señor.